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martes, 12 de julio de 2011

Círculos (relato)

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Obra ganadora del
VII Certamen Literario S. Xurxo, y del
V Certamen de narrativa Castelao
(CGB)

 
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Por César del Caño
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   Empapado en sudor, emergí violentamente de lo que parecía haber sido un horrible sueño, y me encontré semiincorporado en una de las numerosas camas de una habitación de hospital. Dispuestas éstas en dos hileras, permitían un pasillo central que culminaba su largo discurrir en una alta puerta de dos hojas, muy al fondo. Las paredes, con su blanquísima altura, soportaban el alto techo sumamente iluminado por infinidad de focos de luz indi­recta, semejando una gran pantalla que iluminara el salón con su blancura. Las camas con su blanca soledad- Blanco... blan­co... Incluso el pijama que me habían puesto era blanco. ¿Y mis manos?... No, mis manos, conservaban su color semitostado; respiré aliviado. ¡El pijama que me habían puesto!, pero «¿quién?, ¿quién?». Grité estas palabras, que resonaron en el salón con un estrépito desusado, y que parecían haber salido de detrás de mí, como si hubiesen sido pronunciadas por otra persona situada a mi espalda. Iba ya a girar la cabeza, cuando descubrí algo en lo que hasta entonces no había reparado: bajo la sábana de la cama de enfrente, al otro lado del pasillo, distinguí claramente un bulto que pareció moverse en el mo­mento de producirse mi extraño grito.

      -«¿Quién hay ahí?», dije. Y de nuevo mi voz pareció sonar a mi espalda. Una vez más iba a intentar girar la cabeza, cuando el bulto comenzó a moverse, ya sin lugar a dudas. A medida que iba estirándose en la cama, fui comprobando que se trata­ba de una forma humana, al mismo tiempo que ciertos gruñi­dos inconexos provenían de allí. Poco a poco el bulto fue de­sembarazándose de la sábana que le cubría, hasta quedar in­corporado en su cama, de la misma forma que yo en la mía. El terror hizo, de pronto, presa de mi: el que estaba sentado sobre aquella cama, ¡era yo mismo!, tal vez, eso sí, un poco más del­gado... Su sobresalto no fue inferior al mío: Sus ojos parecieron salírsele de sus órbitas cuando tomó consciencia de mi pre­sencia; luego comenzó a inspeccionar la estancia con la mira­da, cargado de una felina expresión de alarma, retornando ha­cia mí sus ojos de forma intermitente, como el que no quiere perder de vista a un enemigo peligroso. De nuevo recuperó su postura inicial, o sea, la mía, clavando definitivamente en mí su mirada escrutadora, al tiempo que se oyó, al fondo, un tenue chirrido, producido por la puerta al abrirse. Los dos nos gira­mos a un tiempo, para ver entrar a una pareja que cerraba ahora la puerta tras de sí, acompañada de su chirrido característico, esta vez invertido. ¿Doctor y enfermera? El sonido de sus pa­sos avanzando hacia nosotros, resonaba en las altas paredes con un lejano taconeo que fue incrementando su volumen a medida que se hacían más perceptibles sus rostros, dejando de sonar en el momento en que se detenían frente a mi cama.

      -«Veo que se ha despertado ya, mi querido amigo». Dijo él, animosamente, luciendo una sonrisa de satisfacción. «¿Cuán­to hace de esto?»

      -«Unos veinte minutos. Oiga!. ¿dónde estoy?» La voz volvió a sonar a mi espalda.

      -«Anote la hora, enfermera», ordenó él, sin hacer caso de mi pregunta.

      -«Sí, doctor. Comprobaré el ritmo cardiaco y el nivel de glu­cosa. »

     -«Por favor, le he hecho una pregunta», apremié, reprimien­do en lo posible la tensión que me invadía interiormente.

      -«Todo a su debido tiempo. De momento tan sólo le con­viene saber que ha sido usted internado a causa de un... lamen­table accidente, en el cual ha perdido uno de sus miembros vi­tales, y que en este momento, dicho miembro se halla en ma­nos de científicos de toda solvencia profesional, que están lle­vando a cabo un trabajo de restauración que será considerado como histórico en el campo de la futura traumatología.»

      -«¿Un miembro?» Comencé a palparme todo el cuerpo, lle­gando incluso a retirar el resto de la sábana, dejando al descu­bierto mis pies. «¿Cuál?»

      -«Su cabeza, amigo mío.»

   Mis manos se dirigieron lenta y temblorosamente hacia su objetivo, de forma automática, y se tocaron palma con palma en el lugar donde debiera haber estado mi cabeza. ¡No estaba!

      -«Me estoy imaginando su cara, amigo mío, pero no sufra, no hay posibilidad alguna de error en el trabajo de nuestros científicos.»

   Posé las manos sobre mi cuello seccionado, y noté algo así como infinidad de numerosas y finas mangueras que partían de aquél, ¿hacia dónde? Sin dejar de asir mi nuevo hallazgo, gi­ré la vista a mi espalda...

      -«Su cerebro se halla al final de todos esos conductos que parten de su cuello, en el interior de la computadora. Ha tenido que ser extraído de su protección craneal por razones de segu­ridad. Debido a algún tipo de incompatibilidad que todavía no hemos logrado determinar, sus recuerdos se hallan en este momento ocultos a su capacidad de percepción; pero es segu­ro que recuperará usted la memoria en el momento en que le sea reimplantada su cabeza. De esta forma evitamos los nume­rosos problemas que, sin lugar a dudas, se originarían de serle reimplantada antes del laborioso trabajo de restauración. Ha sido un verdadero milagro que el celebro no resultara dañado.»

   El trozo de pared que se encontraba detrás de mí cama, pre­sentaba todo el aspecto de una gran computadora, en la que penetraba lo que ahora distinguía como delgadas mangueras, cables y resortes, que se agitaban frenéticamente.

      -«¿Eso es mi cerebro actual?», conseguí preguntar.

      -«Si usted desea denominarlo así...»

     -«Pero yo... yo le estoy viendo», dije, confuso y abatido. «Y le estoy oyendo, y le estoy hablando...» (la voz a mi espalda).

      -«Esto se ha conseguido por medio de un transportador de imagen y otro de sonido. Un ingenio destinado a conservar su noción del espacio que ocupa. En cuanto a la voz... ésta re­quiere de un procedimiento más complejo, por lo que, dada la premura de la operación, hemos decidido prescindir de este detalle.»

   De repente recordé a mi compañero:

      -«¿Y él?, ¿qué hace ahí? ¡Tiene mi cara!»

    -«Se trata de una imagen creada artificialmente a modo de espejo. Una moderna terapia para contrarrestar el shock.»

      -«¿Y ustedes?, ustedes no se reflejan.»

      -«Se desechó también ese detalle por considerarlo innece­sario.»

      -«Pero él se ha incorporado en la cama más tarde que yo.»

   -«¿Ah, sí?..-» Pareció reflexionar. «Posiblemente algún fallo en el sincronizador de imagen. Enfermera, avise que envíen a alguien de mantenimiento.»

   Una fuerte sensación de abandono e impotencia fue adue­ñándose de todo mi ser hasta provocarme un dolor de cabeza que iba en aumento por momentos: levanté la mano instintiva­mente, y de nuevo me sobresaltó el vacío sobre mis hombros. Me agite con sumo desasosiego y sentí inmensas ganas de llo­rar, pero las lágrimas no llegaron a materializarse. Levanté la vista y vi la mirada del doctor parada en algún punto perdido, donde él imaginaba que debían estar mis ojos.

      -«Doctor, la frecuencia cardiaca está aumentando peligro­samente.» Observó la enfermera, dejando a un lado el block de notas y manipulando botones.

   Me deje caer de espaldas en la cama, abatido.

      -«Se ha desmayado.» Yo no hice nada para sacarles de su error, de momento parecían carecer del medio para averiguarlo.

      -«Enfermera, adminístrele un somnífero antes de que re­cobre el conocimiento.»

      -«Enseguida, doctor. Iré a por él.» La enfermera se alejó pa­sillo abajo hasta franquear la puerta. El doctor giró sobre sus talones y se dirigió hacia la imagen del espejo imaginario... ¿Espejo? ¡Estaba hablando con mi imagen!

      -«No cree, doctor que merezco una explicación.» Dijo mi doble con cierta impaciencia en sus palabras.  
     
      -«Comprobado su cuadro clínico, no veo que haya el menor inconveniente:... Se halla usted en posesión de una personali­dad completamente diferente a la suya primitiva, gracias al espléndido trabajo realizado por nuestros eminentes científi­cos, que han conseguido llevar a cabo con total éxito el trans­plante de la cabeza de su compañero de viaje...»

      -«¿Me quiere decir que... eso, es Juan?»

      -«Exacto.» Un sudor frío empezó a recorrer mi cuerpo.

      -«O sea que yo... ¿Quién soy yo?», preguntó mi doble.

      -«Es usted su propio cuerpo con la cabeza de él.»

      -«Pero esto es... es...»

      -«Dése por satisfecho, amigo mío», cortó el director, ele­vando el tono de voz por primera vez. «Su cabeza y su cerebro han quedado totalmente destrozados, a causa del impacto de las dos vagonetas, siendo del todo impensable su posible re­cuperación. Lo que pretendíamos comprobar eran precisamen­te las posibles incompatibilidades que pudieran haber surgido a raíz de un transplante de este tipo. Tiene usted suerte de po­der ver la luz del sol con sus propios ojos.»

      -«¿Y Juan?, ¿Qué pasa con él? Lo de su cerebro entonces es pura farsa.»

      -«Por supuesto es artificial. En realidad toda la computado­ra es su cerebro. Nuestros conocimientos actuales no nos per­miten todavía condensar esa gran mole sobre sus hombros y darle apariencia humana. Habrá que esperar. Mientras tanto, no podemos arriesgarnos a ponerle al corriente de la verdadera realidad, podría complicar las cosas en gran medida.»

   Comencé a sentir algo parecido a una náusea y ganas de vo­mitar, en el momento en que oí los pasos dé la enfermera acer­cándose con el somnífero. Mi corazón latía con una fuerza tal, que yo mismo podía oírlo. De alguna parte de la computadora —salía una respiración agitada como si fuese otro el que la pro­vocara­

      -«Se está despertando, doctor.»

      -«¡Pronto!, el somnífero.»

   Noté como la aguja se clavaba en mi brazo, al tiempo que, fuera de mí, me incorporaba en la cama emitiendo un alarido que se-fue perdiendo en lejanos ecos. Fue así como, empapa­do en sudor, emergí violentamente de lo que parecía haber si­do un horrible sueño, y me encontré súbitamente semiincorpo­rado en una de las numerosas camas de una gran habitación de hospital.

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